
(...)

(...)
Ahora comprendo por qué siempre prefería arrodillarme. Colocarme de rodillas se compadece con la naturaleza que describo. Los esclavos siempre se arrodillan. Arrodillada entonces a orillas de la cama encorvaba mi espalda hasta casi tocar el piso con el cabello, y con eso no hacía otra cosa que ofrecerla. La espalda, en casos como el mío, siempre se la ofrece a los azotes. Ante tal ofrecimiento él extraía su cinto, ancho y de cuero, lo doblaba sobre sí y tomándolo de la hebilla y del otro extremo comenzaba a dejarlo caer suave y rítmicamente sobre mí. Por cierto que nunca fueron golpes verdaderos, pero aún así debo reconocer que eran deliciosos. Periódicamente recibía su orden de arrodillarme y encorvarme y nunca dudaba
(...)
Cuando hay madurez y consentimiento, la libertad en este campo ha de ser absoluta, pues con ello a nadie se ofende ni se daña.El día transcurría con normalidad. Trabajábamos, íbamos al cine, concurríamos a veladas con la familia o amigos, nos ocupábamos de las cosas comunes o extraordinarias. Pero de noche teníamos nuestro secreto, nuestro pequeño altar consagrado a adorar los bajos fondos de nuestras ficciones y simbolismos. La alcoba era nuestro territorio. La tela virgen pronta, preparada para trazar en ella los contornos de nuestras fantasías. Dos seres libres el uno para el otro. En ese recinto todo nos estaba permitido, era la puerta que daba a la irrealidad, al juego, y que liberaba las amarras de nuestros más recónditos deseos. De día «sí, señor», «¿qué desea, señora?», «¿almorzamos juntos, mi amor?», «¿has tenido muchos pacientes, querido?», «vamos el domingo a lo de mis padres»; «te adoro, mi amorcito». A la noche, en cambio, nuestro secreto, nuestro castillo. «Desnúdate.» «Sí, señor.» «Te castigaré.» «No, señor, por favor no», con un «no» que siempre era más un ruego, un decir sí, un ansioso desear que lo hiciera. «Lo haré hasta que lo pidas.» «Hágalo entonces, señor.» «Arrodíllate.» Y zas, zas, zas
(...)
Debo aclarar a estas alturas, aunque creo que se ha comprendido, que no era el regodeo en el dolor lo que me excitaba sino la sensación de la sumisión. Existía un extraño placer en ella, un intenso goce en la sensación de pertenencia, en ser tratada como un objeto más de uso cotidiano
(...)
Hay una vieja película de la década del setenta que indignó a los movimientos feministas y escandalizó a los círculos morales. Precisamente su motivo es la sumisión voluntaria por amor y se llamaba Historia de O. La protagonista se transforma en un objeto a disposición de su hombre al punto tal que ni nombre tiene, se la designa con una mera letra y se le ordena. Y llega así un momento en que acepta llevar la marca de su dueño, la que se le estampa a fuego en una de sus nalgas.
Ese símil entre la mujer y el ganado era la perfecta alegoría de la posesión.
Conocíamos de su existencia e incluso recordábamos algunas crónicas que la comentaban. Por casualidad, la hallamos en un video club repleto de viejas cintas.

(...)
El permanecer absolutamente desnuda mientras él comía, bebía, leía sus libros o miraba televisión, me convertía en algo a su merced, en algo disponible a su arbitrio y en cualquier instante. Podía imprevistamente cerrar el libro, tomarme allí mismo y continuar luego su lectura. Debo admitir que me encontraba completamente amaestrada. Sólo le bastaba un gesto y yo corría a arrodillarme entre sus piernas, a abrirlas suavemente hasta que cada muslo presionara en ambos brazos del sillón. Luego extraía lentamente su miembro de entre la cremallera y lo ponía en mi boca mientras él continuaba su rutina, fuera lectura, televisión o simplemente fumar y beber.
Había transitado un largo camino hasta lograr mi propósito. Por ello, la sola idea de pertenecerle, de jugar a ser de su propiedad, más allá de su cierto valor cargado de erotismo, simbolizaba notablemente, sin hojarascas ni cortezas, sin lugares comunes ni frases pomposas, la adoración que le profesaba
(...)

(...)
Mi muy querido Hernán:
Estoy segura de que lo que hasta ahora has leído te es familiar, como igualmente lo estoy de que no lo será tanto lo que a continuación te diré.
Ha pasado ya más de un año largo desde que me liberaste. Debes saber que dediqué todo ese tiempo a perfeccionar mi mente. He acabado por aceptar mi monstruosidad, al punto de considerarme hoy una pequeña abominación de la psicología. Por una especie de azar genético nací especialmente dotada para la servidumbre y la humillación, y tuve la desdicha de dar contigo. Aunque como la felicidad nunca es completa tu tarea quedó a mitad de camino.
Te he dicho ya que por lo menos una vez debiste haber tomado otra mujer en mi presencia, sobre todo en los primeros tiempos en que los celos tanto me atormentaban. Ah, que innombrable placer hubiera sido experimentar el dolor de verte gozar con otra. Estoy completamente segura de que aunque tu cuerpo hubiera estado sobre ella la atención de tu mente se habría centrado en mí.
Otro de tus errores fue el suponer que mi condición sólo te otorgaba la potestad de usarme o dejar de hacerlo, pero olvidaste que todo derecho de uso, además de esas dos opciones, tiene como atributo el de compartir. Nunca lo ejercitaste cediéndome a algún amigo tuyo, y no creas que me hubiera complacido en ello por mera promiscuidad. Muy lejos de tan primitiva sensación, mi placer hubiera estado en sólo complacer tu capricho.
Apuesto a que en este mismo momento estas padeciendo una erección, una de las tantas que te habré provocado estos días.

Te confesaré que también me han asaltado otros pensamientos, y éstos sí que me hicieron temer por mi propia razón. Pero, como según te he dicho terminé por admitir mi singularidad, me atrevo a contártelos. Verás, he llegado a imaginar cuál es el límite de la esclavitud, cuál podría ser el mayor acto de sometimiento para alguien como yo. Y he razonado que sólo se esclaviza íntegramente quien, a la sola voluntad del amo, acepta renunciar y negar el más estrecho y sagrado de los vínculos. La completa posesión existe en el lugar y momento en que dejas que tu carcelero arranque el hijo que llevas en tu vientre. Querido Hernán, te faltó preñarme y decidir mi aborto. Hecho por otra parte extremadamente común. Tú sabes cuántas mujeres matan a sus hijos por conservar al hombre que los engendró. Lo verdaderamente curioso es que la mayoría de esas mujeres, soportando la última de las sumisiones, no tolerarían ni la mitad de las humillaciones por las que yo he pasado.
Ya sabes ahora embebida en qué tipo de pensamientos fui sobrellevando mi libertad, cual si fuera el preso del que te he hablado, cuyo día transcurre ideando un delito para retornar al presidio.
Pero ¿cuál sería mi delito? Obviamente que mi condición requería de algo más complejo que robar en un supermercado o tirar una piedra a los vidrios de un automóvil. Ojalá hubiera sido tan sencillo. Por supuesto que existía la alternativa de adaptarme a mi libertad, o incluso, amarrarme a otros hombres. No lo hice y renuncio a buscar otra explicación para ello que no sea atribuirlo a la extraña química que te he mencionado.
Supongo que ya te has dado cuenta de que estas notas que te hago llegar, Aurora mediante, son parte de mi plan. Estoy segura de que al leer la primera ya percibiste que no se trataban de un simple diario. Sin embargo a veces pienso que hubiera sido rigurosamente lógico que te enviara mi diario, si es que alguna vez hubiera llevado uno, claro está. ¿Acaso no se compadecería con mi pasión por la desnudez? Desvestir mi cuerpo y mi mente, sin escondite alguno, y abandonar así el último de los derechos: mi mínimo espacio de privacidad.
Pero como nunca he llevado un diario, para renunciar a ese último derecho, a ese último atisbo de dignidad, debí escribir deprisa. Reconozco que es, en un aspecto, una nueva y singular forma de exponerme. Como últimamente no he podido servir tu mesa desnuda he ideado este peculiar sustituto. Siendo parte del plan que te he descubierto, no puedo ocultarte que estos envíos me provocan también un placer por sí mismos.
Tampoco se te oculta que he contado con la complicidad de Aurora. Y no sólo por acceder a hacer de correo entre tú y yo. Sabes ya que mi hermana mayor experimenta una rara dependencia hacia mí. De niñas, era yo quien elegía los juegos y designaba su posición en ellos. En la adolescencia fui su confidente y ahora se ha convertido en una especie de admiradora. Pienso que su extrema fealdad ha contribuido en no poco grado a forjar esa relación. No fue entonces difícil convencerla de colaborar con mis planes. Ya te he dicho que sólo ha vivido a través de mí; sus pequeñas y contadas alegrías se originaron en las mías y por cierto que también mis dolores eran fuente de los suyos. A propósito, ¿sabes que es virgen? Y lo es porque nadie se le ha animado. No tiene entonces otra cosa mejor que hacer que cooperar conmigo.
No obstante, aquí me detendré porque deseo verte mañana nuevamente, ocasión en que aprovecharé para contarte, ahora sí, en qué consiste el plan del que te he hablado.
Siempre tuya, Mara
(...)
Cuando Mara llega a su descubrimiento pasa a un estadio en el que puede prescindir del coito para llegar a su plenitud. Ése es el momento en que el deseo comienza a gobernarla con una magnitud aterradora porque ve que está a las puertas de un nuevo mundo
(...)
Del mismo modo, el estímulo doloroso, humillante, sobre el cuerpo y la psique de Mara, en tanto simbolizan una situación de sometimiento, es condición necesaria y suficiente para su placer. Nótese que digo «y suficiente», pues ahora aparece dentro de los casos que escapan a la generalidad.
Y, ahora bien, ¡qué diablos importa si alguien obtiene el tan ansiado derrame acariciando cabellos, olfateando medias, recibiendo o propinando azotes! Nada hay en ello más que la manifestación de la diversidad humana, de la suprema libertad de la alcoba.
(...)
Me figuro también que es invierno y de noche. Pienso en una cabaña de madera solitaria en el campo y con una gran chimenea. Fuera de ella todo es soledad y silencio en el paisaje. Me acerco a su interior. Desde la ventana se ve un cielo con millares de estrellas y frente a ella, contemplándolas absorto, está Hernán. Se encuentra sentado en un cómodo sillón, abrigado con un suéter grueso y una bata. En el piso, y echada a sus pies, está Mara completamente desnuda
Fragmentos de "Ella sólo quería estar desnuda", de Andres Urrutia
1 comentario:
Una relación como esta es llevadera un año quizas. El mismo texto responde, cuando algo se convierte en un objeto cotidiano, deja de mirarse. Y el ser que reclama la fidelidad es sometido. Y el tormento del conocimiento lo vuelve más vulnerable, más esclavo.
Es un vicio y es peligroso : )
Publicar un comentario