Cuando se dió cuenta de que no podía conseguir lo que decia que no quería, la verdad se presentó ante sus ojos como un jarro de agua fria: lo quería, por supuesto, por mucho que se hubiese autoengañado, se autoengañase ahora y -seguramente- siguiese haciéndolo (o al menos intentándolo).
No habían hecho falta más de 30 segundos, de la manera más tonta e inesperada, para rendirse ante la evidencia de lo que se había negado a reconocer que sentía. Resultaba duro, muy duro, darse cuenta de que tal vez, su vida hubiese sido -muy- distinta, incluso algo más feliz de no haber creido que no era una persona merecedora de algo así, lo cual llevó a ese autoengaño, a ese "a mí no me interesa, no lo quiero, no me hace falta".
Resultaba doloroso, como agujas clavándose en lo más profundo de su alma y había hecho que se retorciesen sus sentimientos recordándole lo ínfinitamente idiota que se creía y sentía.
Había sido cuestión de tiempo... al final, se rindió ante la evidencia (aunque ciertamente y para ser del todo sinceros, ya lo había intuido en un par de ocasiones anteriormente). Pero en ese caso, como en los anteriores, no servía para nada.
Nada iba a cambiar.
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